viernes, 12 de marzo de 2010

DESDE LAS ENTRAÑAS DEL MASAYA








4 de Marzo de 2010

Queridos amigos, no sabéis lo mucho que os hecho de menos, sobretodo en determinados momentos: cuando me doy cuenta de la belleza que me rodea, de lo ciego que puede estar el ser humano cuando no conoce, cuando soy consciente de lo pequeñísima que soy en este mundo inmenso. Me encantaría prestaros mis ojos para que pudierais ser capaces de ver lo que yo veo.

Hoy es viernes. Con la mochila preparada para pasar tres días fuera de casa ponemos rumbo a Poneloya. En este lugar hay un volcán activo, uno de los tres que aún siguen escupiendo lava de sus entrañas. Nicaragua es el país de los volcanes. Siete. Nada menos que siete.

Tras visitar el Centro de Interpretación de este Área Protegida (por cierto, recomendable a todo aquel que se deje caer por aquí), ascendemos al cráter del volcán. A ambos lados del camino abundan las piedras: negras, frías, solitarias, sembrando un entorno casi sin vida.

El cráter, el abismo. En un primer momento, la vista no alcanza a ver nada más que humo. Humo que emerge con un olor intenso a azufre. El calor insoportable, no sé bien si por la temperatura en sí de este país o por el hervidero que se oculta bajo nuestros pies. Poco a poco el humo se esfuma y deja ver la enorme boca del Masaya (por cierto, este volcán tiene tres cráteres, así que imaginad lo bestial que es). Es imposible alcanzar con la vista la profundidad de este agujero. Pero da miedo. Un agujero negro de dimensiones exageradas que no deja de rugir, que respira lento y constante a unos cuantos de kilómetros bajo el suelo que ahora piso. Es impresionante. Pero da miedo.

Dejamos el volcán y nos dirigimos a la Fortaleza de Coyotepe, un lugar horrible, antigua cárcel que fue utilizada como centro de tortura durante la dictadura de Somoza. No os hacéis una idea de lo cruel e inhumano que puede llegar a ser el “ser humano”. ¿A cuánta gente mataron aquí? ¿Cuántos se volvieron locos después de vivir de forma indefinida en una celda completamente a oscuras compartiendo un pequeño rincón con veinte presos más? ¿Puede ser tan malvado el ser humano para merecer un trato tan salvaje? No quiero recordar esta visita, pero las manchas de sangre que aún se mantienen en sus paredes son una fotografía constante en mi mente.

Después de este achuchón al corazón, vamos a un pueblo precioso “Catarina”. Con su mercadillo de artesanías, su lago y sus músicos tocando la marimba, me ofrecen el momento de relax que necesito.

El resto de la tarde la pasamos en un barrio de Masaya, el barrio de los Artesanos. Y lo primero que hago es comprarme una hamaquita para cuando vuelva a España. Seguro que en las tardes de verano, en el momento de la siesta, el vaivén lento y equilibrado de la misma me devuelva al recuerdo de estos días. Y continúo con mis artesanos que me lío. Bueno, después de las hamacas estuvimos en un taller de cuero y en otro de palma.

Después de toda la tarde dedicada a la artesanía nos dirigimos al antiguo mercado de Masaya. Imaginad un zoco tunecino. Esto es similar: una muralla que acoge en su interior un micropueblo con multitud de puestecillos. Pasos que se mueven agitados, a ratos lentos. Miradas a un lado: muñecas de tela, óleos que reflejan paisajes nicaragüenses cargados de color y de vida, llaveros con miniaturas de cuero, pañuelos y bolsos, complementos de madera,...

Cenamos dentro de este mercadillo, acompañados de música y bailes tradicionales, de un desfile de moda para saludar al verano y de trajes de fantasía. Tras este largo día volvemos al bus y nos dirigimos a casa. Mañana será otro día: visitaremos León y pasaremos el fin de semana en Poneloya.

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